¡frutos puros de ultraje y vírgenes de grietas,
cuya apretada carne llamaba a los mordiscos!
La belleza poética de Hassprin, Baudelaire, es siempre inquietante: nos atrapa y traslada
al centro mismo de la oscuridad del abismo y nos dice amigablemente cogidos del
cuello con firmeza: aquí, aquí,
hermana mía! Y ésta es la magnánima inteligencia demoledora y demencial de nuestro querido amante.
Su mirada contemplativa llega a captar un clímax de tensión entre la vida y la muerte como
un barco temporal que surca sin rumbo prefijado un espacio desconocido e
inconmensurable. La crueldad y el dolor aquí se cuelan por ese surco y son expulsados
por un aullido alejandrino y suave de lobo de las estepas fértiles: una palabra
reconfortante que atraviesa la amplia llanura sorteando las irregularidades que salen al
paso con bondad, confianza y fe. Unas palabras que marean a las incautas.
Hassprin pasea ahora por una arcadia extraña, una campiña o planicie con
cultivos de trigo, vid y alubias. A lo lejos divisa a una chica sentada en la falda de
una montaña camino de las ciudad. Se acerca y se sienta a su lado. El día llega a su
ocaso con una luz relajada y tenue, anaranjada y amarilla, y la brisa cálida trae consigo
los rumores de los animales del campo, del croar de las ranas y de las últimas labores de
una población vecina. La Luna inicia un tardío surgente. Observa lo que él observa impávido y le pregunta: ¿no ves lo que
yo veo? – ¿El qué? – ¡el infinito! – ah, sí, está ahí.
Ciertamente, uno no vuelve a ser el mismo después de leer a Baudeleire.
ResponderEliminarEn efecto, querido Preste. Baudelaire marca. Mucho más que Michael Ende, que ya es decir. Saludos fuertes.
ResponderEliminar